Notas de un lector

Dos voces, dos tiempos

El último premio Ciudad de Alcalá” de poesía fue concedido a Francisco Caro por “Cuaderno de Bocaccio” (Ayuntamiento de Alcalá de Henares, 2010). En este séptimo poemario del poeta manchego (Piedra Buena, Ciudad Real, 1947), el lector se sumerge de lleno en la Florencia de finales del XIV, en la que el gran Bocaccio, impartió en su Academia literaria sus mejores enseñanzas. Uno de sus discípulos, Massimo Novello, muchos años después, atiende el encargo de relatar cómo fueron aquellos inolvidables días de magistral docencia y cómo junto a sus otros cuatro voluntariosos compañeros -Alessandro, Luca, Filippo y Massimo- vivieron un tiempo tan inolvidable como extraordinario.
Tan fina trama lírica tiene su exacto contrapunto en el espléndido manejo del verso con el que Francisco Caro asume estas sobrias memorias, y que además se detiene en los vivos recuerdos de cada protagonista para poder “volver a la orilla del tiempo adolescente”.


En su certero prólogo, Pedro A. González Moreno, afirma que en este Cuaderno “se postula la naturaleza contradictoria de la poesía (…) siempre escindida entre la verdad y la belleza, entre los sensorial y lo intelectual, entre la realidad y la conciencia”. Y en efecto, Francisco Caro ha sabido, aquí y ahora, apostar por esa compleja dicotomía que nos ofrece la naturaleza poética y convertirla en un bello cántico, donde no falta la crítica, la ironía, la dicha o el gozo de la pasión creadora: “Decidles que recuerden/ que los amó Bocaccio, / que vivir es tan solo/ atravesar la niebla,/ que escriban siempre y cuando/ sea amarga su sed”.

A buen seguro que a nadie sabrá amargo ningún sorbo, -ningún verso-, de este libro original y placentero.

Con “Mientras viva el doliente” (Ediciones Vitruvio. Madrid, 2010), Antonio Daganzo suma su tercera entrega. Este periodista madrileño del 76, ha vertebrado en esta ocasión un atlas íntimo de remembranzas, que aborda la lejana infancia y los complejos avatares de una doliente enfermedad. Enfermedad, que al cabo, se postula como una metáfora de lo efímero de la naturaleza humana y de su finita condición: “Vida menor agazapada en sangre/ durmiendo cual estrella de firmamento lánguido/ hasta que el radical oscuro de rojo se convence/ y el astro cobra luz de futuro mortal”, anota Daganzo en su pórtico.
Aunque dividido en cuatro apartados -y una coda-, el poemario avanza en todo momento por una vitalista senda unitaria, si bien, un hálito sombrío, de oscura conciencia, pueblan de incertidumbre el discurrir del yo poético, sobre todo, en su segunda parte, titulada “Perro de arena”, una bella colección de diez sonetos, donde el vate madrileño demuestra su buen hacer con tal estrofa: “Morir para acallar el sufrimiento,/ para decirle adiós a la agonía/ de convertir el llanto en alegría:/ morir para matarme el desaliento”.

Tan sólo en sus últimos instantes, aquel “doliente” que fue incesante herida, inamovible silencio, va resurgiendo de sus antiguas cenizas, para tomar un protagonismo esperanzador y ponerle alas a un nuevo y luminoso espacio, donde las horas sean posible gozo y templanza: “Para gritar ya hoy,/ prendiendo, pese a todo, un común fuego:/ `soy este hombre que ahora vive´”.

Dos voces, en suma, para dos tiempos, pero anudados a un mismo y devoto corazón lírico.

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