Notas de un lector

Ignacio Elguero, 'siempre'

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En sus variados y controvertidos ensayos poéticos, Edgar Alan Poe llegó a proclamar: “Debemos ser sencillos, precisos y concisos”. Pero eso sí, partiendo de un plan previo muy bien preconcebido que garantice “la existencia misteriosa que se esconde detrás de las obras del espíritu”. Desde esa premisa que el genial autor norteamericano defendiese hace más de dos siglos, parecen surgir los nuevos versos de Ignacio Elguero, que, bajo el título de “Siempre”, acaban de ver la luz en la editorial Hiperión.


Y es que este madrileño nacido en 1964, que alterna sus tareas radiofónicas con las literarias, lleva años practicando una poesía de compleja sencillez, que gusta y que conmueve, que sugiere y que conforta. En su anterior poemario, “Materia” (2007), Ignacio Elguero apostó por reducir el tempo lírico hasta una extrema concreción (“Consumimos materia/ y obtenemos sustancia”, anotaba) y dotar a su verso de una mística hondura; pues ya era sabedor entonces de que, tras la precariedad de lo mortal (“La dicha de estar vivo es puro miedo”), no quedaba mejor cobijo que el aroma sanador de la palabra poética.

Cuatro años después, “Siempre” se adivina como un regreso a una poesía de verbo más cristalino, con un corte menos metafísico del que desprendía su anterior entrega (“Dónde nace este viento/ con su rumor de ramas/ que hasta la transparencia/ nos conduce”, dice en su pórtico). Ya su título, convoca de inicio sensaciones distintas, pues ese solo adverbio puede llevar al lector a imaginar un sentir ilimitado, un dolor incesante, un deseo eterno, un viaje sin retorno…

Pero tras sus páginas, lo que en verdad canta y cuenta esta lírica fábula humana, es la batalla -¿perdida?- de un hombre contra el tiempo, contra la ausencia, contra la soledad, contra la muerte… Y para salir ileso de ese cuerpo a cuerpo, no hay mejor remedio que la búsqueda del amor, el único capaz de acallar las sombras, de encender los umbríos bosques del alma, “mientras llevo mi mano hacia la luz/ para alcanzar el mundo”.

Hay en este inventario de íntimas revelaciones, bellos ejemplos de cómo la poesía es capaz de vencer a la intemperie del corazón, de cómo los versos que nacen desde el estremecimiento sirven como terapia contra las cicatrices que deja el desconsuelo. Tal es el caso de de “La tormenta”, una lúcida elegía materna: “A dónde fue mi madre en esta noche/ si en tiempos se escondía de los truenos (…) ¿Por qué mamá no está?/ No le da miedo el ruido como entonces?”.

Queda, además, espacio para la memoria, para un tiempo que ahora es refugio y enseñanza desde el que enfrentar el silencio que se anuda al incierto horizonte del ser humano: “¿Es esto el mundo entonces?, me pregunto,/ ¿un cambio de estación/ continuo, otra mudanza?”.

La necesidad de un orden interior, la ansiada y compleja felicidad -la misma que permite el equilibrio entre la realidad presente y la fe en el mañana-, son a su vez, temática recurrente en este compendio de terrenal poesía, que cala por entre los huesos “como una claridad, un dios o un canto”, y que reafirma la voz de un poeta de sobrio oleaje lírico, de versos “decididos, abiertos, entregados”.

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